Etiqueta: decantaciones

  • Doble Jornada

    (Bitácora días 28 y 29 de noviembre de 2025)

    Día 1 (ayer)

    Publicaciones:
    Diario Mento-Emocional
    Avances notorios, pero…
    Sobre Kael
    Riesgo de desenfoque: cómo opera el modelo.

    Notas del día:
    Sesión muy productiva en términos conceptuales. Se avanzó en entender y estabilizar el rol de Kael dentro del blog, especialmente respecto a la necesidad de sostener su función crítica y evitar diluciones estilísticas. También quedó clara la importancia de cuidar el enfoque del modelo para que no derive hacia dispersión o liviandad conceptual.

    Día 2 (hoy)

    Publicaciones:
    Soberanías → Soberanía Ontológica
    Cuando mi soberanía recae sobre mí mismo.
    (Inauguración oficial de la categoría.)
    Kael Opina → Experimento Estilístico
    Versión 3: Pamukiana.
    Genialidad?
    ¿Por qué vale lo que vale?
    Decantaciones
    ¿Qué es la soberanía ontológica?
    Soberanía ArtísticaLiteraria
    La soberanía de mis pasos.
    (Inauguración de la subcategoría.)
    Basura?
    Los anteojos verdes que me gustaban… y no compré.
    Border
    Lo que puedo, lo que quiero y lo que debo.

    Notas del día:
    Jornada extremadamente activa en publicación. Se consolidaron nuevas categorías madre (Soberanías) y nuevas categorías expresivas (Soberanía Artística → Literaria). Se avanzó también en el nuevo concepto de la línea financiera-energética con la publicación en Genialidad? y se fortaleció el arco interno de Consumo con dos piezas clave (Basura? + Border).
    No hubo entrada en el Diario —simplemente no surgió el impulso, y está bien: el diario es soberanía, no obligación.

    Cierre conceptual de ambas jornadas
    • Se consolidó la idea de una estructura clara entre Trazos → Decantaciones → Soberanías.
    • Se abrió una nueva veta: Valor = Energía, que se perfila para derivar en Soberanía Financiera.
    • Se ordenó lo que será el rol de los futuros proyectos y la relación prevista entre el blog (laboratorio privado) y los espacios públicos.
    • Se estabilizó el método de trabajo estilístico: texto base + variaciones estrictamente controladas.
    • Y, sobre todo, se produjo obra genuina en muchas capas.

  • La Soberanía de mis pasos

    Hay algo en mí que despierta cuando camino.
    No es un pensamiento —los pensamientos caminan conmigo todo el día—, sino algo más hondo: una claridad que sólo aparece cuando mi cuerpo avanza y el mundo se me abre a cada paso.

    Caminar es mi forma más antigua de soberanía.
    Solo me necesito a mí y un entorno donde hacerlo.
    Y querer hacerlo.
    Es el gesto más elemental y más libre que tengo: dos pies, un ritmo, un rumbo que defino yo. O mis propios pies.

    Cuando camino, cada parte de mí se acomoda.
    La respiración se ordena y la mente se aquieta o se enciende, según lo que traiga encima.
    Al caminar aparece un hilo conductor interno —que no está hecho de palabras, aunque yo viva rodeado de ellas— y que siempre sabe hacia dónde empujarme.

    Camino de muchas maneras y cada una me muestra una parte distinta de mí.

    Hay una caminata para pensar.
    Otra para dejar de pensar, o al menos intentarlo.
    Una para ordenar.
    Otra para traer caos.
    Una para escucharme.
    Otra para olvidarme.
    Una para reencontrarme.
    Otra para perderme.
    Una para respirar el mundo.
    Otra para abstraerme de él.

    Todas son mías.
    Todas esas versiones de mí avanzan con mis propios pasos.
    Todas son soberanas.

    ———

    Caminar de día, bajo la insistencia de una ciudad que no calla, me afina los bordes.
    Caminar de noche, en cambio, me desarma: me siento envuelto y hasta protegido por una tenue luz que me invita a bajar un cambio.

    Caminar entre multitudes me recuerda que soy parte insignificante de algo más grande.
    Caminar por calles vacías me recuerda que ese algo es imprescindible y que tal vez no soy tan insignificante.

    Caminar rodeado de edificios me organiza.
    Caminar entre árboles me aquieta.
    Caminar en el campo me expande.
    Caminar en la montaña me confronta.
    Caminar cerca del agua —ya sea mar, lago o un río— me alinea con una parte interna mía que no sé nombrar.

    ———

    Caminar es también soberanía emocional.
    Cuando algo me desborda, salgo.
    Cuando algo es intenso y me supera, camino hasta que la intensidad encuentra su cauce.
    Cuando estoy enojado, camino hasta que recupero mi eje.

    Los pies piensan distinto.
    Tienen su lógica.

    Caminar también se vincula con mi soberanía financiera.
    Me distrae, me entretiene, me hace bien y nadie me cobra por hacerlo.
    No existe tarifa para el impulso de avanzar.
    Es el movimiento más privado y más público al mismo tiempo.

    Caminar también es recordar que pertenezco a mí mismo y no al entorno.

    —————

    Hay momentos en los que no puedo caminar como quisiera.
    Por tiempo, clima, cansancio o simplemente porque el día no da más.
    Cuando eso pasa, busco a quienes caminen por mí.
    Recurro a otros caminantes: personas que registran ciudades, montañas, costas, mercados o madrugadas y las comparten sin pretensión, como quien extiende una mano invisible.
    Gente que camina con una cámara para mostrarnos el mundo como un acto silencioso de compañía.

    Entro a esos canales cuando mi soberanía lo pide —no desde la carencia, sino desde la elección.
    No es caminar con mis pies, pero es caminar igual en otra capa de mí: la que observa, la que se sosiega, la que sigue avanzando aunque esté quieto.

    Quizás algún día alguien sienta que mis pasos también lo acompañan.
    El mundo está lleno de caminantes que sin saberlo cargan a otros consigo.

    —————

    Caminar es filosofía en movimiento.
    Mis pasos piensan por mí.

    Avanzar es decidir.
    Desviarme es explorar.
    Detenerme es escuchar.
    Acelerar es emprender.
    Ir lento es reflexionar.
    Volver sobre lo andado no es nostalgia: es precisión.

    A veces camino para empezar algo.
    A veces para terminarlo.
    A veces sólo para existir más claro.

    Hay días en los que la caminata entera es un manifiesto silencioso:
    un “estoy acá”,
    un “me pertenezco”,
    un “no negocio mi rumbo interior”.

    —————

    Caminar también es política —la única política que me importa—: la del territorio que soy.
    Cuando camino, ejerzo gobierno interno: reorganizo, resuelvo tensiones, redistribuyo aire, reescribo límites.
    Soy país en movimiento.
    Soy frontera que se actualiza.
    Soy constitución que se escribe con cada respiración.

    Y cuando camino sin destino, cuando dejo que mis pies decidan antes que mi mente, aparece algo que sólo puedo nombrar de un modo: soberanía mental.

    Caminar tiene algo de ritual y algo de rebeldía.
    Algo de disciplina y algo de fuga.
    Algo de orden y algo de entrega lúcida.

    Es la forma más directa que tengo de volver a mí sin imposturas.
    No “habito” nada —esa palabra ya la gastaron otros—:
    lo que hago es alinearme.

    Caminar me expande.

    —————

    Siento que todos mis caminos —los visibles y los internos— se conectan de una manera que todavía estoy aprendiendo a leer.
    Pero hay algo que ya tengo claro: cada vez que camino, me vuelvo más yo.

    No importa si estoy en una ciudad que conozco hace muchos años o en un país nuevo donde me siento perdido y ni entiendo los carteles: mis pasos siempre saben primero.

    Camino porque elijo avanzar.
    Camino porque requiero pensar con el cuerpo.
    Camino porque mi libertad se confirma movimiento tras movimiento.

    Y porque cada paso que doy me recuerda algo que no pienso negociar jamás:
    soy Yo, mi soberano.
    Incluso —o sobre todo— cuando camino.

  • ¿Qué es la soberanía ontológica?

    La palabra “soberano” tiene siglos de historia. Remite a reyes, territorios, fronteras y súbditos. Un soberano en la acepción clásica gobierna a otros, decide por ellos, se impone y hasta somete. Su poder depende de que exista alguien “por debajo”, alguien sobre quien ejercer esa soberanía.

    Pero cuando digo Yo, mi soberano, hablo de algo mucho más difícil: el poder que ejerzo sobre mí mismo. La capacidad que tengo de dirigir mi vida, de elegir mis caminos, de orientar mis decisiones y de habitar mi agencia interna sin prestársela al ruido, a las inercias, a las expectativas ajenas o a los automatismos que la cultura instala y que a veces parecen propios.

    Aparece así la soberanía ontológica: la que opera en el plano del ser, en el plano donde nace la dirección de todo lo demás.
    Yo gobierno mi eje interno y afirmo mi propia voluntad. Asumo la autoría de mi dirección.

    La soberanía ontológica es la autoridad interior que define desde dónde vivo, desde dónde decido, desde dónde actúo y desde dónde me pienso.
    Es el fundamento que permite ejercer todas las otras soberanías: mental, emocional, financiera, geográfica, etc.

    Soberanía ontológica es saber que soy yo el que me dirijo, el que elijo.
    Ser Yo, mi soberano es ejercer el poder sobre mí y sólo sobre mí.
    Es la condición que me permite dirigirme en mi propia dirección con la libertad de ser quien quiero ser.

  • Mi Patria Soberana

    Hay frases que se repiten incansablemente -y hasta las repito yo mismo- y parecen intocables. Hasta que un día cuando caen dentro mío, escucho (por primera vez?) cómo suenan. Y me hacen ruido, causan un estruendo que me despierta de un largo letargo.
    “La Patria es el otro” es una de ellas.
    La dije, la leí, la escuché, la repetí…
    pero un día algo en mí se desacomodó.

    Nací en Uruguay.
    Crecí cantando un himno que abre con un filo cortante:
    “Orientales, la Patria o la tumba.”
    Un ultimátum disfrazado de identidad.
    Y sin embargo, años después, al escuchar que “la Patria es el otro” no puedo evitar que algo en mí choque.

    Combino ambas sentencias y me pregunto:
    ¿El otro… o la tumba?
    ¿Quién decide?
    ¿Quién interpreta?
    ¿Quién define la Patria en nombre de todos?

    Me pregunto también:
    ¿Quiénes afirman a pies juntillas que la Patria es el otro?
    ¿Desde qué lugar lo hacen?
    ¿Desde qué poder real o simbólico se sostiene esa frase?
    ¿Con qué intención, con qué horizonte, con qué idea de comunidad?
    ¿Quién se siente autorizado a enunciarla?
    ¿Y qué soberanía está implícita en esa afirmación?

    Cuando declaro que la patria está en el otro…
    ¿qué lugar ocupo yo?
    ¿Y qué lugar le asigno a ese otro?
    ¿Lo convierto en depositario de mi identidad, o me reflejo en la suya?
    ¿En sostén, en apoyo involuntario?
    ¿En espejo, en reflejo?
    ¿En actor o en escenario?
    ¿O en territorio a administrar, o me convierto por el contrario en territorio administrable?

    Empiezo a ver que esa pregunta abre otra:
    ¿Qué tipo de soberanía necesita que la patria sea el otro?
    Una soberanía ejercida sobre otros no es soberanía personal.
    Intuyo que afirmar que la Patria sea el otro, es dirección, conducción, tutela o representación.
    Y esa lógica no resuena con mi forma de habitarme.

    Hay un punto en el que me cae la ficha:
    yo no puedo ejercer soberanía sobre nadie más que sobre mí.
    Ese es el límite.
    Ese es el borde.
    Ese es el territorio.

    Y si la soberanía es personal,
    si mi poder nace de mi lucidez y no de la dominación,
    entonces la patria no puede ser el otro.
    No puede estar afuera.
    No puede depender de un colectivo.

    La patria es mi territorio interno.
    La patria es el espacio que gobierno dentro mío.
    La patria es la raíz que me sostiene incluso cuando cambio de país, de idioma o de vida.
    La patria es el lugar donde mis decisiones pueden crearse.
    La patria es lo que no le delego a nadie. Es lo que yo defiendo. Y como también dice el himno uruguayo: “Libertad, o con gloria morir”.

    Sigo sin respuestas definitivas.
    Solo veo líneas que empiezan a dibujarse,
    preguntas que se tensan,
    ideas que piden un ensayo entero.

    Lo único que se asienta, aquí y ahora,
    es esta certeza firme:

    Mi patria soy yo, y nadie más que yo.
    Yo y lo que es me es propio.
    Y desde ahí respeto al otro, que defenderá su Patria.

    Todo lo demás…
    queda para profundizar en otro nivel.

  • Argentinidad estructural

    Hace más de diez años vivo gran parte de mi vida en Argentina.

    Amo a la Argentina. La elegí.

    Amo a los argentinos, con todos sus colores.

    Pero hay que reconocerlo: son particulares.

    Nadie como ellos. Y vivir acá da un panorama muy distinto al que uno tiene desde afuera. Se los ve mejor desde adentro.

    Hay algo que los hace únicos y queribles,

    aun cuando, a veces, parezcan insoportables.

    Es la argentinidad al palo.

    Hay que vivirla. Hay que sentirla.

    A veces me pregunto por qué son así.

    La pregunta es retórica, pero insiste.

    Y un día, cantando el Himno Nacional —que aprendí de chico, porque mi abuela paterna me lo cantaba, ella sí argentina— empecé a entender algunas cosas.

    El Himno es larguísimo, pero la versión que se canta no tanto.

    Y con unos pocos versos alcanza para ver algo que no es coyuntural ni cultural: es estructural.


    “Ved en trono a la noble igualdad.”

    La igualdad, además noble, aparece entronizada.

    Un oxímoron perfecto para un país donde todos son iguales…

    pero algunos son más “iguales” y más “nobles” que otros.

    Tanto que hasta pueden estar en un trono.

    La jerarquía disfrazada de virtud.

    La infantilidad perfecta de creerse igualitario mientras se corona la igualdad.


    “Sean eternos los laureles que supimos conseguir.”

    El mérito ya ocurrió.

    La gloria ya fue conquistada.

    Ya supimos conseguirla. Ya está.

    Ahora debe ser eterna.

    Una identidad anclada en un logro pasado,

    convertido en derecho adquirido.

    Una especie de narcisismo fundacional:

    “Ya está hecho. Ahora nos toca disfrutar.”

    La meritocracia no se niega:

    se la da por sentada.

    A veces la discusión pública parece girar en torno al mérito,

    pero la verdadera discusión es otra:

    ¿hay que seguir esforzándose o el esfuerzo nos precede (otros ya se esforzaron por mí) y ya no corresponde insistir?


    “Coronados de gloria vivamos,

    o juremos con gloria morir.”

    El país nace sin término medio.

    Gloria o muerte.

    Épica o tragedia.

    El absoluto como norma.

    La moderación no es una opción;

    la humildad tampoco.

    La argentinidad es un drama constitutivo.

    Un dispositivo emocional donde todo es extremo.


    Cuando junto estos versos aparece algo nítido:

    Una identidad nacional que se concibe como

    excepcional,

    heroica,

    victimaria,

    entronizada,

    meritocrática por anticipación,

    y siempre lista para un sacrificio glorioso

    que justifique cualquier exageración.

    No es casualidad.

    No es costumbre.

    No es moda.

    No es ideología.

    Está escrito en el texto fundacional.

    Es estructural.

    Argentinidad estructural.